La ciudad es historia que el tiempo se encarga de
desmaterializar. Es como un libro en el que continuamente se tienen que reescribir fragmentos
porque sus palabras se borran poco a poco, y ya no tienen coherencia unas
frases con otras; es como un palimpsesto tal y como dijo Robert Venturi en
“Complejidad y contradicción en la arquitectura”.
La restauración de un
edificio a su estado de conservación anterior es una estupidez, teniendo en
cuenta que con el tiempo todo se transforma. Es la misma banalidad de aquellas personas que se operan para parecer más jóvenes, aunque su esencia y lugar en el espacio temporal y material no podrá ser transformada, y por ello
se notará inevitablemente cierta artificialidad y anacronismo. Eso no quiere decir que no
debamos de proteger y mantener adecuadamente los edificios, pero también debemos evitar que
las ciudades sean más museo que ciudad, no hay que tener miedo a reinterpretar la arquitectura una vez se ha leído y comprendido un lugar, derruyendo partes e
incluso dotándolo de un nuevo uso si se considerase necesario.
Dado que solamente el cambio permanece, es esa la actitud
que debemos tomar, aceptar que la arquitectura también tiene la dimensión
tiempo, y al final todo acabará diluyéndose en el universo. La actitud correcta
que el arquitecto debe tomar, es primero tener sensibilidad por aquello que va a
transformar aprovechando al máximo sus características, seguidamente decidir
qué se debe conservar, y finalmente mejorar el lugar potenciando con
intención y actitud lo que se crea conveniente.
En la segunda guerra mundial fue destruida, permaneciendo en
pie únicamente partes de su fachada. Me gustaría saber qué mente enferma y
perversa ordenó la casi destrucción de un edificio que no tiene ningún interés
bélico, y sin embargo mucho artístico, y que causa daño importante a la larga, y
no a corto plazo como interesa teóricamente en las guerras.
Afortunadamente, en el año 1957, el arquitecto Hans Döllgast
llevó a cabo una restauración austera y simple con un resultado espectacular:
al reinterpretar el edificio utilizó un ladrillo más moderno y de tonalidades
rojizas, y un lenguaje menos artificioso, adaptándose a los recursos y técnicas
del momento y mostrando claramente las heridas del edificio, pero con mucho respeto y sin querer llamar la atención con las estridencias a las que hoy nos tiene acostumbrados
la arquitectura-espectáculo. La escalera del edificio es otro ejemplo de sencillez e inteligencia arquitectónica en donde la luz natural, las vistas, la verticalidad del espacio, los materiales, y el significado de subir esa escalera como verdadero preámbulo a las obras de arte -aumentando la correspondiente tensión y curiosidad previas que se merece una pinacoteca de tal importancia- son los verdaderos protagonistas.
Intervenciones como estas dan valor y dignifican nuestra
profesión y además
aportan un valor social importante: dejar que las piedras nos transmitan sentimientos, potencien su función, y nos expliquen su historia; haciéndonos recordar su valor y los errores cometidos en el pasado para que
nunca más los volvamos a cometer.